Esta semana ha sido difícil.
Además de mi mamá, hay otras 3 mujeres que son de gran estima:
mi tía Gaby, Blanquita y mi pediatra Aurora.
Me enteré antier que mi tía murió hace doce días (17 marzo), y
hoy, que Blanquita está muy delicada con cáncer terminal. En lo que va del confinamiento
por la pandemia, un año y quince días, 19 personas de mi entorno han sido
llamadas por el Padre, poco más de la mitad por el nuevo padecimiento, el resto
por otras causas.
Hoy quiero dedicar este post con mucho cariño para mi querida
tía Gaby.
Creo que la conocí cuando yo tenía 8 años, la verdad no recuerdo
su rostro en nuestro primer encuentro. Fue cuando fuimos al teatro a ver a mis
primos a una de las presentaciones musicales infantiles que ella organizaba
cada año.
Por esto, mis padres decidieron darnos el privilegio de tener
educación musical desde pequeños y nos inscribieron a su escuela. Se llamaba
Instituto de Iniciación, Educación y Sensibilización Musical del Niño. Su logo
era un pato en forma de clave de sol.
Ella y su mamá, mi tía Julia, quien era pianista, daban las
clases a decenas de niños en una hermosa casona antigua en el tradicional
barrio de la capilla de Jesús, en el centro de Guadalajara.
Tenían un gato negro y una perra grande pelirroja (raza setter
irlandés) que se llamaba Monina, era muy linda perra y muy amigable, la sacaban
a saludar a veces cuando terminaban las clases.
Cuando era navidad, adornaba la entrada con un gran árbol
hermosamente decorado con motivos musicales. Yo me deleitaba mucho observando
los detalles mientras esperaba que llegaran por mí.
Si se tardaban mucho mis papás, mi tía Julia nos daba a mi
hermano y a mí un plátano. Y Gaby siempre le decía que nos quería tener como
changuitos porque siempre sacaba las bananas! :D Pero ahora que yo limpio la
casa, era lógico, pues es una fruta que no tiene jugo y no hace cochinero.
Mi tía Gaby en esos tiempos era una veinteañera. Ella se
encargaba de enseñar en mi grupo de flauta de niños de mi edad, su mamá de los
chiquitos y de los que estudiaban solo piano.
En un salón grande, frío, sobrio y de techos altos, era donde
tomábamos clases. Me gustaba mucho porque nos sentaba en unos bancos grandes de
madera natural en forma de cubos, tenía varios pizarrones y una gran variedad de
instrumental Orff.
Yo era feliz entre claves, cajas chinas, güiros, triángulos,
platos suspendidos, crótalos, castañuelas,
timbales, cascabeles, carrillones, metalófonos y xilófonos.
Mis canciones favoritas de esos primeros años eran Ding Dong, Lulalilela,
La Flor de la Cantuta, Tongo Tongo y los cánones del Acitrón, El Gallo Pinto y
El Aguacate.
Cuando terminaba el año se hacía la presentación en un teatro
pequeño y se narraba una historia. Era musicalizada por los niños de 6 años en
adelante y actuada por los menores, de 2 a 5 años. Recuerdo que desde varias
semanas antes, ella dibujaba con crayolas en metros de tela de pellón, la
escenografía del cuento.
Una vez me llevó a una cabina a narrar el cuento del año por mi
formación de locutora.
Esos fines de año eran de locura, pues en cuanto salíamos de la
escuela a vacaciones de verano, los ensayos generales eran mañana y tarde por
una semana, antes de la fecha del teatro. Esto incluía la prueba de vestuario
de todos los que participábamos, como unos 30 niños. Aparte era el recital de
los alumnos de piano, y en su momento, de los adolescentes que formábamos el
cuarteto de flauta barroca.
Así que ahora que lo recuerdo y escribo, para solo 2 personas
dirigiendo, era realmente titánico.
Como te estarás imaginando, para hacer todo eso se necesitaba
mucha disciplina y dedicación.
Cómo olvidar sus zapatazos para
marcar el tiempo, sus letreros en las partituras que decían “estudiar 30
horas diarias” en un círculo, su cantada de “1,2,3,4, 1…” cuando ensayábamos…
Ella era muy estricta y perfeccionista, a diferencia de mi tía
Julia, que era un dulce cuando nos daba clase de flauta cuando Gaby estaba
enferma. (Pero cuando estudié piano se le quitaba lo dulce y me gritaba desde
el patio: “¡Le estás dando martillazos al piano!)
Fueron 2 mujeres esforzadas, trabajadoras y valientes para su
época.
Cuando se casó perdimos contacto, solo pude localizarla para mi
graduación de la Universidad. Hace tres años que quedó viuda me buscó y
convivimos de nuevo, fue un feliz reencuentro porque recuperé a alguien muy
amada.
Nos visitamos mutuamente varias veces y nos hablábamos seguido. Me
platicaba de su amado hijo Christopher y
su adorado nieto, pasábamos un gran tiempo y siempre se reía de mis chistes. Había
tantos años atrasados en que debíamos ponernos al día… no fue suficiente.
Escuchaba mis podcast y estaba al pendiente de mis redes. Tenía
apenas unos 21 días que habíamos estado en comunicación. Todo iba sin novedad,
ella gozaba de perfecta salud. Por ahí del 2 de marzo le mandé un emoticón de
Mafalda, personaje que le gustaba mucho, y me dejó en visto, cosa que me
pareció extraña. Ya estaba enferma y no me lo dijo, nunca entenderé por qué…
Pasaron los días y me pareció mucho silencio en sus redes
sociales, se inquietó mi corazón y la empecé a buscar. Así fue como supe que ya
no estaba.
Ahora es 22 de mayo, no me cabe todavía en mi cabeza que ya no
esté. Me viene a la mente al pasar por Plaza Andares que era su centro
comercial favorito, cuando ando cerca de su casa, en las tardes entre semana
que le llamaba mientras yo planchaba… Pensar lo que sufrió al estar sola en sus
últimos días de vida, todavía tenía tanto para dar…
Me retumban en la cabeza sus carcajadas y su voz, que espero no
se borren pronto. Su legado: me heredó el gusto por la música y la disciplina, un
ejemplo de mujer esforzada.
Su última frase en perfil del whatsapp reflejaba la pasión de su
vida; “Cierro los ojos para escuchar música. Creo que merece el mismo cuidado que
un beso en los labios.” Y en su estado, su más grande amor: “Los hijos tienen
un extraño poder sobre los padres, sufrimos más su dolor que nuestro propio
dolor y solo somos felices cuando ellos lo son”.
Dios se la quiso llevar con ese final.
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